Día séptimo. – El otro día pasé la mañana entre dos mares.
Un amanecer aplazado me condujo hasta las encañizadas marmenorenses. Llovía
como en mi tierra norteña. Despacio, empapando, y poco, pero sin parar. Esa
lluvia que hemos aprendido a catalogar como buena para el campo. No paró en toda
la mañana. Volviendo a casa me detuve, para resguardarme, en un recoveco del
molino de la Calcetera. Delante sólo se veía el Mar Menor salitroso, algo
verdoso, alguna barcaza desastrosamente varada, y esas cañas clavadas en los
lodos como esperando que se enganchase en ellas algún langostino que son joyas
de la laguna salada. Olía a tierra mojada, y el Levante dejó de soplar. La
perspectiva hacía que sólo muy a lo lejos se viera la orilla de Lo Pagan y esos
pseudo-rascacielos de La Ribera. Y otra cosa: la salida de los primeros rayos
del sol coincidió con el final de la lluvia. ¡¡¡Feliz sábado!!!
No hay comentarios:
Publicar un comentario