martes, 12 de enero de 2016

Día Duodécimo







Día Duodécimo. – Fue la última semana de 2015 y hacía un vientecillo frío, más bien helador y la escarcha centelleaba con los primeros rayos de sol y, en el tiempo que pasamos allí -casi dos horas de sabores, intuiciones y silencios intermitentes-, solamente nos cruzó un coche por la estrecha carretera que conducía de la general: fue cuando los fotógrafos abandonábamos la aldea de Ayabarrena y, bueno, cómo les diría, tuvimos la impresión de encontrarnos en medio de ese escenario que Roberto Rossellini hubiera querido tener delante para alguna de sus neorrealistas películas de los años cincuenta. 

Los fotógrafos, uno profesional prestigioso: Abel F. Ros y el otro aficionadillo, pero con muchas ganas de aprender, habíamos dejado el Mediterráneo no hacía mucho y, andando por estos andurriales y trochas, veníamos buscando la belleza, esa belleza casi olvidada, donde poder pasear por sendas alambradas por zarzas y aún no bombardeadas por buscadores de soledad y retiro y donde dejarse perder, como nosotros, entre caminos, montículos, huertecillos, riachuelos casi helados, alguna escombrera de casa derruida, ventanas enrejadas por las telarañas del olvido y algún tenue sonido de pajarillo tiritando de frío y confundido y alertado por el débil ruido del disparar de nuestra Nikon. Fue allí, y ante tanta agradable desolación, donde fue posible reencontrarnos con aquellas sensaciones, visiones y aromas de nuestra mejor memoria y cuando no entendimos por qué Odiseo, rey de Ítaca, no eligió estos parajes para perderse al regresar a su casa desde la guerra de Troya. 

El espejismo cuadró el comienzo de esa mañana, cuando nos dimos de bruces en el mismo camino, perfectamente alfombrado, con una pequeña casita de piedra, todavía en pie, desde la que nos saludaba un letrero color butano animándonos a comprar su ruina; mientras en su cumbrera se exhibía una lona, tapa goteras, de poliuretano azul, rebosante de erizos y, detrás suyo, el bosque y toda una nevera natural. Y, al marchar, imaginamos que dentro de sus estancias ruinosas solo habría cuatro desvencijadas sillas donde acomodarnos malamente ante unos caliginosos y turbios vasos de cristal y los restos de una botella de vino, color mar, oscuro, avinagrado y encanecido.

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