Día Duodécimo. – Fue
la última semana de 2015 y hacía un vientecillo frío, más bien helador y la
escarcha centelleaba con los primeros rayos de sol y, en el tiempo que pasamos
allí -casi dos horas de sabores, intuiciones y silencios intermitentes-,
solamente nos cruzó un coche por la estrecha carretera que conducía de la
general: fue cuando los fotógrafos abandonábamos la aldea de Ayabarrena y,
bueno, cómo les diría, tuvimos la impresión de encontrarnos en medio de ese
escenario que Roberto Rossellini hubiera querido tener delante para alguna de
sus neorrealistas películas de los años cincuenta.
Los fotógrafos, uno profesional
prestigioso: Abel F. Ros y el otro aficionadillo, pero con muchas ganas de
aprender, habíamos dejado el Mediterráneo no hacía mucho y, andando por estos
andurriales y trochas, veníamos buscando la belleza, esa belleza casi olvidada,
donde poder pasear por sendas alambradas por zarzas y aún no bombardeadas por buscadores
de soledad y retiro y donde dejarse perder, como nosotros, entre caminos,
montículos, huertecillos, riachuelos casi helados, alguna escombrera de casa
derruida, ventanas enrejadas por las telarañas del olvido y algún tenue sonido
de pajarillo tiritando de frío y confundido y alertado por el débil ruido del
disparar de nuestra Nikon. Fue allí, y ante tanta agradable desolación, donde
fue posible reencontrarnos con aquellas sensaciones, visiones y aromas de
nuestra mejor memoria y cuando no entendimos por qué Odiseo, rey de Ítaca, no
eligió estos parajes para perderse al regresar a su casa desde la guerra de
Troya.
El espejismo cuadró el comienzo de esa
mañana, cuando nos dimos de bruces en el mismo camino, perfectamente alfombrado,
con una pequeña casita de piedra, todavía en pie, desde la que nos saludaba un
letrero color butano animándonos a comprar su ruina; mientras en su cumbrera se
exhibía una lona, tapa goteras, de poliuretano azul, rebosante de erizos y,
detrás suyo, el bosque y toda una nevera natural. Y, al marchar, imaginamos que
dentro de sus estancias ruinosas solo habría cuatro desvencijadas sillas donde
acomodarnos malamente ante unos caliginosos y turbios vasos de cristal y los
restos de una botella de vino, color mar, oscuro, avinagrado y encanecido.
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