Día Vigésimo séptimo. –
He aquí la
membranza que mi agricultor nos aporta este Domingo de Resurrección recordando
aquellos pueblos en los que ya nadie canta saetas ni discurren procesiones por
sus calles, con los hiperrealistas pasos a hombros de penitentes encapirotados,
al ritmo de clarines y tambores. Aquí la piedad popular, que hubo, se
desarrolla ya sin ruido. Hasta las campanas enmudecieron y ya no tañen en su
volteo a gloria, ni las cigüeñas tabletean en lo alto de la torre porque ésta
ya se derrumbó al tragársela las aguas. Ahí queda esa bendita monotonía en un
paisaje asombroso, que paradójicamente tiene la virtud de proporcionar paz y
una pasajera felicidad especial. Es el paisaje de Enciso. ¡¡¡Feliz Domingo de
Resurreccción!!!
“Cuando pasa el Nazareno
de la túnica morada […]
Yo he nacido en esos llanos
de la estepa castellana,
donde había unos cristianos
que vivían como hermanos
en república cristiana. […]
Me enseñaron a rezar,
enseñáronme a sentir
y me enseñaron a amar;
y como amar es sufrir,
también aprendía a llorar.
Hoy, que con los hombres voy,
viendo a Jesús padecer,
interrogándome estoy:
¿Somos los hombres de hoy
aquellos niños de ayer?”
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